Un cuento real que les dejará sin palabras…
ONOFROFF, EL FASCINADOR
Antes de acercarme a Onofroff permanecí unos momentos de pie allí, en aquel escenario, que más parece una cuadra… Había una atmósfera apestada e irrespirable.
La pequeña y encantadora rubia de Marck, que parece una menina de Velázquez, paseaba con un brazo enlazado a la cintura de la doncella, con la cual parloteaba en francés.
En un rincón, dos malabaristas ensayaban trucos con platos y tazas. Estaban rodeados de varios artistas más, que les hacían observaciones en francés, inglés o italiano. Una mujer guapa y muy pintada le hablaba con mucho mimo y le daba terrones de azúcar a un griffon, que para estar más cerca del ama se hallaba subido sobre una jaula de madera. De fuera llegaban las carcajadas y el murmullo del público. Ahora era un oleaje de risas. Tonino y su augusto compañero estaban haciendo la corrida de toros…De vez en cuando entraba Leonard estallando dentro de su frac verde de portero; después volvía al público a dar sus acostumbradas voces destempladas y desagradables y recibir un par de bofetadas de los clowns. ¡Definitivo!…
El viejo Parish, con su chistera y su levita, pasó por nuestro lado, con andar inseguro, y nos saludó en inglés…
Onofroff seguía hablando con Marck, el domador de leones mansos. Yo esperaba pacientemente a que rompieran su charla para acercarme.
Muchos conoceréis ya a Onofroff; es un hombre altísimo, esbelto, arrogante. De su atildada elegancia no se escapa ningún detalle: el frac impecable con los botones de pasta, el cuello de pajarita, los zapatos de charol, la leontina, la camelia blanca prendida del ojal del frac y el pañuelo de hilo perfumado con Pompeia.
Al fin tocó el timbre que llamaba a Marck a escena, y entonces quedó Onofroff solo. Yo me acerqué a él en el momento que comenzaba a acariciar el hocico del griffon.
—Señor Onofroff…
El profesor, al oírse nombrar, alzó nerviosamente la cabeza y se encontró frente a mí… En seguida, con un gesto muy insinuante, muy expresivo, me saludó. Después me dijo:
—Usted hará el favor de dispensarme alguna incorrección que cometa en el lenguaje, porque no domino bien el español.
—¡Nada de eso!… Al contrario: veo que lo habla usted perfectamente.
Y así era en efecto; pero él repuso:
—Necesito una poca ayuda…, ¿sabe? Veamos; ¿qué desea usted de mí?
—Deseo—expliqué yo, un poco amilanado—, primero, que tenga usted la bondad de convencerme particularmente de sus experimentos, de los cuales dudo, y segundo, que conversemos un gran rato sobre ellos.
—Respecto a lo primero, señor, yo no sé si podré convencerle. Si usted es un caballero que viene a desafiar mis experimentos, yo no acepto; ahora bien: si usted, con fe y voluntad, desea someterse a ellos… ¡eso ya varía!
—Deseo someterme a ellos.
—¡Ah! Bien; pues veamos ahora si hay sujeto. Ponga la palma de su mano sobre la mía.
Obedecí.
—Ahora—me gritó él—aunque quiera usted retirarla no podrá, porque yo no quiero. Y fíjese bien en que no se la aprisiono, que no están más que en contacto… Tire… ¡Tire usted!…
Yo, haciendo un esfuerzo supremo, traté de despegar mi mano de la suya. ¡Imposiblel Era algo como un imán poderoso o como una plancha electrizada. En mis tirones arrastraba hacia mí el cuerpo de Onofroff; pero las palmas de las manos continuaban unidas como una sola pieza.
—¿De qué le sirven sus fuerzas, mi amigo? —gritó él en tono de chanza.
Tiré con más ahinco. ¡Nada!
—Ya basta—dijo él.
Y las manos se separaron como por encanto, como si hubiese cesado el fluido que las unía.
Onofroff, entonces, me dio una palmadita en la mejilla.
—Está usted un poco pálido—observó—; eso demuestra que ya empieza usted a creer en mí… Terminará usted por ser mi mejor amigo.
Hablaba Onofroff con un acento cariñoso, casi paternal; siempre con sus ojos melados fijos en los míos.
— Haré con usted más experimentos en mi casa, si usted nos honra con su visita.
— ¿Cuándo?—le pregunté yo.
—¿Cuándo?… ¿Cuándo?…—murmuró él, interrogándose a sí mismo—. Hoy es sábado… Mañana, domingo, es día de dormir… Pasado mañana, ¿le parece a usted bien?
—Muy bien—afirmé.
—Pues pasado mañana, durante todo el día, será usted tan amable, tan galante, que irá a visitarme a la mía casa.
—¿Dónde se hospeda usted?—inquirí.
—No le hace a usted falta saberlo—repuso Onofroff, sonriendo enigmático.
—Pero, señor Onofroff, ¿cómo voy a ir sin saber las señas?…
—Señor amigo: Onofroff no piensa imposibles; yo le prometo a usted, delante de todos estos señores—y señaló el grupo de artistas que nos rodeaba—, que pasado mañana la subconciencia de usted le conducirá adonde yo vivo y donde yo, muy rendidamente, le estaré esperando.
— ¡Eso es imposible!—aseguré.
—Para la voluntad de Onofroff no hay nada imposible—afirmó él—. Más o menos difícil… tal vez. En fin, me toca salir—. Y me tendió la mano al mismo tiempo que me decía: «Hasta pasado mañana; allí, en mi casa, hablaremos de cuanto usted desee, y le someteré a mis experimentos.
—No creo que nos veamos. Más valiera citarnos al detalle—apuré yo con desconfianza.
—Descuide, señor. Yo le tengo empeñada mi palabra. Claro que parto de la base de que su voluntad ha de estar neutral; esto es, que no ha de esforzarse en verme o no verme… Vaya, adiós… Mucho gusto…
Y Onofroff, después de hacerme un saludo gentilísimo y arrogante, salió al público.
Sonaron aplausos.
A los cinco minutos estaba en el centro de la pista rodeado de quince mozalbetes, que, como unos autómatas, ejecutaban sus mandatos. Sentí una inmensa compasión de aquellos seres de los cuales parecía haber huido el espíritu, y que, como unos maniquíes de gestos grotescos, se movían y accionaban mecánicamente, con los ojos fijos y la mirada perdida en la nada. En aquellos rostros sin expresión, sin soplo de vida, había una mueca trágica… Algo de ataúd y de manicomio al mismo tiempo.
El público reía…, reía. Yo me sentí invadido por un profundo horror, y… comencé a creer…
• • •
Muy de mañana, el lunes salí a la calle para reanudar mis quehaceres cotidianos, un poco abandonados por las emociones del domingo. Casi, casi había olvidado la cita original de Onofroff. Sólo me cuidé de pensar en ella para tomar la resolución de no ir inconscientemente por ningún hotel. Con seguridad, Onofroff —pensé—se hospedará en el Palace o en el Ritz.
Toda la mañana la pasé en el Ayuntamiento. Cuando volví a la calle eran cerca de las doce. Una nube negra nos amenazaba con un aguacero. Esperé un instante el tranvía; pasaba atestado de gente. Entonces, no sé por qué, se me ocurrió la idea de ir al Real en busca de unas localidades para la función de aquella noche… Tracé en mi imaginación el camino más corto, y muy diligente lo emprendí. Me encaminé por la calle de Luzón; desde allí fui atravesando las calles estrechas, tristes y un poco tortuosas de este pedazo del Madrid antiguo.
Comenzó a llover. Entonces yo me detuve un instante a ponerme el impermeable. No había terminado, cuando sobre mí escuché una voz enérgica que me llamaba:
—¡Señor Audaz!…
Alcé la cabeza, y creí estar soñando…, estar loco. ¡Era Onofroff!, ¡el mismo Onofroff!, el que me miraba, acodado sobre un balcón de un piso primero, sonriendo burlón.
—¡Pero…!—clamé yo, invadido por un escalofrío de terror.
—Sí, soy yo, Onofroff. Vamos, suba, que le estoy esperando hace diez minutos y llueve muy seriamente.
Anonadado, transido de sorpresa, pero con un deseo inmenso de hablar con aquel hombre extraño, subí al piso.
Onofroff, correctamente vestido de chaquet, me esperaba en el recibimiento. Al verme, exclamó, dándome su mano:
—Está usted nervioso y pálido; cálmese. No merece la pena. Esía atracción a distancia que he efectuado con usted es muy sencilla; dijéramos la infancia de mi ciencia.
—Pero ¿es posible que me esperase usted, Onofroff?—le pregunté, sin salir de mi perplejidad.
—¿Cómo no?… Había dicho a mi señora que vendría usted a comer, y su cubierto está preparado.
En efecto: pasamos al comedor. Esperaban cuatro cubiertos. Él los señaló con el dedo:
—Para mi señora, para mi hija, para usted y para mí.
—¿Y qué calle es ésta?—le pregunté.
—Calle de la Unión, número cuatro, primero. Un cuarto amueblado que hemos tomado, porque a mí no me gusta la vida de hotel.
—Explíqueme usted. ¿Cómo me ha hecho usted venir hasta aquí?…
— Muy sencillamente, amigo; por medio de la sugestión. Usted es un sujeto sumamente sensible, sumamente nervioso. Desde que la otra noche le sometí, está usted completamente influenciado por mi, y de mi sistema nervioso al suyo hay una corriente hertziana que, sin darse usted cuenta, le ha traído hasta aquí. Esto no tiene nada de particular.
Y diciendo esto me ofreció un cigarrillo, mientras yo temblaba.
—¿Y esto es hipnotismo?…
—No, señor. Verá usted. Hipnotismo—palabra que, como usted sabe, se deriva del griego ypnos, que significa sueño—, es eso: el sueño provocado, para cuya realización son necesarias dos voluntades, una activa y otra pasiva. Naturalmente que la segunda tiene que resistir la influencia de la primera… Esto es lo que yo he hecho en el Circo.
—Y el hipnotizado, ¿qué sensaciones experimenta?…
—Absolutamente ninguna. Queda inconsciente, vacío de inteligencia y, por consiguiente, no padece ningún cansancio.
—¿Y el operador?…
—¡Ah! El operador, cuando ha ejercido su poder sobre varios sujetos, experimenta una fatiga muy grande.
—Y ¿qué condiciones necesita reunir un individuo para ser buen operador?…
—Voluntad, nervios, superioridad física y haberlo estudiado.
—¿Cuáles son mejores sujetos para ser hipnotizados?
—Los que voluntariamente se entregan al profesor… Las mujeres, y sobre todo las histéricas, son más fáciles de sugestionar; pero hay el inconveniente de que casi todas experimentan crisis nerviosas después de la hipnotización .
—Un individuo que sea buen sujeto para hipnotizado, ¿reúne a su vez condiciones para hipnotizar?
—Sí…, sí…, con preferencia…
—¿Cuántas ramificaciones tiene el hipnotismo?… Y perdone que le moleste tante. ¡Pero es tan interesante!…
—No me molesta; al contrario. El hipnotismo tiene tres estados: letargia, catalepsia y sonambulismo. La letargia es el sueño muy profundo; en este estado la conciencia se extingue completamente, los sentidos están abolidos y, por lo tanto, las facultades han desaparecido; es el estado de muerte aparente o, por lo menos, de un síncope. La catalepsia es una manifestación especial del sistema nervioso, idéntica a la muerte, como usted sabe, caracterizada por la rigidez de los músculos, la tensión del sistema nervioso y la casi abstención del corazón. El sonambulismo da al sujeto la libertad y el uso de sus facultades para emplearlas en la ejecución de los actos que el operador le comunica con la sugestión.
—Y la sugestión, ¿tiene que ser verbal?
—No, señor; puede ser verbal, mental o por medio de pases o contacto físico. Usted ha venido aquí por sugestión mental, porque ya la otra noche tendí una corriente de atracción al darle la mano.
—Y dígame usted, Onofroff, ¿cuánto tiempo podría usted tener a un individuo sumido en la catalepsia?…
— Mucho… Administrándole alimento por medio de sonda, puede prolongarse todo lo que se quiera.
—¿Y no es peligroso el hipnotismo para el sujeto?…
Onofroff se encogió de hombros; después me explicó:
—Es siempre peligroso el hipnotismo en manos de un operador incauto y sin experiencia; pero este peligro desaparece a medida que el profesor va adquiriendo conocimientos prácticos. El hipnotismo es un arma terrible. Se pueden cometer crímenes, se puede robar, se puede abusar de las mujeres.
—¿Qué es científicamente la fascinación?…
—El estado hipnótico producido por la mirada.
—Los animales, ¿son susceptibles de fascinar?
—Sí, señor, todos; con preferencia, las aves y los felinos. Yo he fascinado leones.
—¿Cómo es eso?… Cuéntemelo usted.
—Nada. Que entré con Malleu en la jaula, por una apuesta que hicimos, y los leones, que eran muy fieros, sintieron el fluido de mi mirada y fueron dominados. Otra cosa análoga me pasó con un hermoso toro. Trabajaba yo en Zaragoza y era por las fiestas del Pilar. Se celebraba aquella tarde una gran corrida de toros. Yo me quedé sin localidad; pero como me unía una gran amistad con Guerra, éste me colocó en el callejón, y me dijo: «Ozté no ze mueva de ahí…» Pero llega un toro que salta dentro; al echarme yo fuera se me engancha un pie, me caigo y al levantarme me encuentro frente al toro, que se arrancaba hacia mí. Entonces lo miro, me acerco más a él y el bicho se detiene, y allí lo tuve quieto hasta que vino Guerra.
—¿Cuánto tiempo lleva usted de operador?
—¡Oh! Unos treinta y tantos años.
—Pues ¿a qué edad empezó usted?
—A los diez y ocho.
— ¿Cómo descubrió usted sus condiciones para hipnotizar?
—Mire usted: yo soy italiano; a los catorce años quedé huérfano, y unos tíos míos que vivían en Toulouse tiraron de mí. Allí empecé a estudiar la carrera de médico. Tenía yo allí una novia camarera. Una noche habíamos hablado del hipnotismo cuatro o cinco amigos. Ella estaba con nosotros, y yo le dije en broma: «Mírame, que te voy a dormir.» La chica me miró, y al momento quedó hipnotizada. Pero aquí nuestros apuros: no podíamos despertarla; toda la noche la pasamos aplicándole procedimientos; a la mañana siguiente fui en busca de mi catedrático, que al momento la despertó y nos reprendió enérgicamente. Yo hice un esfuerzo de voluntad, estudié bastante, y al año ya hacía todo lo que hago hoy.
—Vamos a ver, Onofroff, ¿cómo lleva usted a cabo la transmisión del pensamiento?
—Muy sencillamente. Yo me autosugestiono. Dejo mi cerebro sin ninguna idea mía, en un estado completamente neutral, para que reciba el fluido del cerebro que me ha de mandar, y mi voluntad queda sometida, supeditada a la voluntad de otro, mediante este estado aleico que yo obtengo voluntariamente. Así es que yo soy el ejecutor, pero mi cerebro es el del que manda. Una prueba: piense usted una cosa que yo pueda ejecutar y mándemela hacer con el pensamiento.
Terminado de decir esto, Onofroff cerró fuertemente los ojos. Yo pensé que se quitara el chaquet y se pusiera el mío. Al momento realizó la operación. Se movía como sacudido por una corriente eléctrica; pero se despojó del chaquet, me quitó el mío, se lo puso y a mí me dejó en mangas de camisa… Pensé que me pusiera el suyo, y al momento lo hizo… Quedé maravillado de este caballero extraordinario.